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martes, 6 de junio de 2017

JORNADAS CULTURALES DEL LIBRO

Con motivo del Día del Libro, 23 de abril, celebramos las I Jornadas Culturales del Libro, desde el 20 al 23 de abril.
Las jornadas se iniciaron con el Pregón de Don Pedro José Suárez, miembro destacado del Ateneo de San Juan de Aznalfarache. Fue un pregón marcado por las vivencias personales, a lo largo del cual fue presentado los libros que más le han marcado.








A ella. Siempre a ella.
“El escritor es aquel al que escribir le resulta más difícil que a las demás personas”
Thomas Mann
Una fría mañana de Enero de 1960, Irene se levantó sobresaltada. Era el día de Reyes en Triana. Y como todos los años salió corriendo hacia la casa de sus abuelos. Intrigada, quería saber que le habían dejado allí los magos de Oriente. Y su tío Manolo no había olvidado pedirles su regalo. Nerviosa,  rompió el papel que lo envolvía, y sí, dentro, había un libro…
Dentro estaba, “Corazón”, de Edmundo d’Amicis.
Ya por la tarde, más tranquila, se sentó al sol en el balcón, con su flamante libro entre las manos. La lectura de aquella novela reforzó aún más la relación con sus compañeras de clase, y sería un referente para el resto de su vida.
Cinco décadas después, leyó la versión original de “Corazón” (Cuore) en italiano.
Las primeras líneas la atraparon para siempre:
“Hoy ¡primer día de clase! ¡Pasaron como un sueño aquellos tres meses de vacaciones consumidos en el campo! Mi madre me condujo esta mañana a la escuela para inscribirme en la tercera elemental. Recordaba el campo e iba de mala gana. Todas las calles que desembocaban cerca de la escuela hormigueaban de chiquillos; las dos librerías próximas estaban llenas de padres y madres que compraban carteras, cuadernos, cartillas, plumas, lápices; en la puerta misma se agrupaba tanta gente, que el bedel, auxiliado de los guardias municipales, tuvo necesidad de poner orden. Al llegar a la puerta sentí un golpecito en el hombro; volví la cara; era mi antiguo maestro de la segunda, alegre, simpático, con su pelo rubio rizoso y encrespado, y que me dijo:
– Y bien, Enrique: ¿Es cierto que nos separamos para siempre?”
*          
El mismo año que el hombre pisó la luna por primera vez, los padres de Irene compraron una casa en el Barrio Alto de San Juan, en la calle Alfonso XII.
Su profesora de Gramática y Literatura en el Instituto, doña Beatriz, comenzó el curso con la lectura obligatoria de un libro raro, difícil, pero que resultó ser a la postre una novela prodigiosa.
Se trataba de “Nada” de Carmen Laforet. Primer Premio Nadal en 1944.
Lo que comenzó siendo una especie de castigo se transformó en un placer inimaginable. Fueron unos días en los que no podía dejar de leer. En el autobús, en el baño, en la cama. Esta novela existencialista supuso una gran lección para su lectora, que comprendió lo difícil que puede resultar la vida para los sectores más desfavorecidos de la sociedad.
Siempre recordaría el principio de la segunda parte, página 107:
“Salí de la casa de Ena aturdida, con la impresión de que debía de ser muy tarde. Todos los portales estaban cerrados y el cielo se descargaba en una apretada lluvia de estrellas sobre las azoteas.
Por primera vez me sentía suelta y libre en la ciudad, sin miedo al fantasma del tiempo. Había tomado algunos licores aquella tarde. El calor y la excitación brotaban de mi cuerpo de tal modo que no sentía el frío ni tan siquiera -a momentos- la fuerza de la gravedad bajo mis pies.
Me detuve en medio de la Vía Layetana y miré hacia el alto edificio en cuyo último piso vivía mi amiga. No se traslucía la luz detrás de las persianas cerradas, aunque aún quedaban, cuando yo salí, algunas personas reunidas, y, dentro, las confortables habitaciones estarían iluminadas. Tal vez la madre de Ena había vuelto a sentarse al piano y a cantar”.
**
Pasó el tiempo, e Irene se matriculó en la Escuela de Peritos de los Remedios. Sólo había dos mujeres en su promoción.
Paseando por el centro una tarde, cerca de la catedral, en la “Librería Antonio Machado”, lo vió en el escaparate. Había oído hablar de él… era un libro de un escritor peruano. Y no se pudo resistir. Lo compró.
Muy contenta, llevaba en su bolso “La ciudad y los perros” de Mario Vargas Llosa. Novela ambientada en un colegio militar en Lima, a orillas del mar, resultó para ella todo una canto al compañerismo y la solidaridad.
Quién podía imaginar por aquel entonces, que don Mario conseguiría el Premio Nobel del Literatura del año 2010.
Al principio del capítulo IV de la Segunda Parte de “La ciudad y los perros”, página 281, leía:
“Dijo que iba a venir pero no vino, me dieron ganas de matarlo. Después de la comida subí a la glorieta como quedamos y me cansé de esperarlo. Estuve fumando y pensando no sé cuánto rato, a veces me levantaba a aguaitar por el vidrio y el patio siempre vacío. Tampoco fue la Malpapeada, está detrás de mí todo el tiempo, pero no justo cuando me hubiera gustado tenerla a mi lado en la glorieta, para espantar el miedo: ladra perra, zape a los malos espíritus. Entonces se me ocurrió: el Rulos me ha traicionado. Pero no era eso, después me di cuenta. Ya se había oscurecido y yo seguía en un rincón de la glorieta, con todos los muñecos en el cuerpo, así que bajé y volví a las cuadras, casi corriendo. Llegué al patio cuando tocaban el pito, si me quedaba un rato más esperándolo me clavaban seis puntos y él ni pensó en eso, que ganas de chancarlo. Lo vi a la cabeza de la fila y torció los ojos para no mirarme. Tenía la boca abierta, parecía uno de esos idiotas que andan por la calle hablando con las moscas. Ahí mismo me di cuenta de que el Rulos no fue a la glorieta porque le dio miedo”.
***
Una inolvidable tarde de 1975, -año muy importante para la historia de España-, en el callejón de Arguijo, junto al teatro Alvarez Quintero, sus compañeros Paco y María Jesús le presentaron a un amigo. Antonio. El que acabaría siendo el padre de sus hijos. Se casaron y se fueron a vivir a la Barriada de la Cooperativa, en la calle Linares, junto a la Farmacia.
Y fue precisamente su compañero, su amigo, su amante, quien le recomendó la lectura de un libro monumental, obra de una escritora belga, que acabaría siendo la primera mujer elegida miembro de la Academia Francesa.
“Memorias de Adriano” de Margarite Yourcenar, demostraba que se puede ser el dueño del mundo y no poseer lo que más se anhela. Siempre le maravilló con la facilidad que esta escritora hablaba por boca de un hombre.
En la página 27, el natural de Itálica decía lo siguiente:
“Mi abuelo Marulino creía en los astros. Aquel anciano demacrado, de rostro amarillento, me concedía el mismo afecto sin ternura, sin signos exteriores y casi sin palabras, que tenía por los animales de su granja, sus tierras, su colección de piedras caídas del cielo. Descendía de una vasta línea de antepasados establecidos en España desde la época de los Escipiones. Era de jerarquía senatorial, y tercero del mismo nombre; hasta entonces nuestra familia había pertenecido al orden ecuestre. Bajo el reinado de Tito, mi abuelo había participado modestamente en las actividades públicas. Este provinciano ignoraba el griego, y hablaba en latín con un ronco acento español que me transmitió y que más tarde fue motivo de risa. Pero su espíritu no era completamente inculto; a su muerte se halló en su casa un saco lleno de instrumentos de matemáticas y de libros que no había tocado en veinte años. Tenía conocimientos semicientíficos, semicampesinos, la misma mezcla de prejuicios estrechos y añeja sabiduría que caracterizaron a Catón el viejo”.
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Por esta época, Irene también leyó obras de profundo calado como  “Si esto es un hombre” de Primo Levi y “Confieso que he vivido” de Pablo Neruda. En ellas convivió con el amor, el odio, el rencor, el cariño, la sencillez y la arrogancia.
La lectura de un artículo de opinión en su periódico, El País -que compraba todos los días su marido en el kiosko de Joselito-, la llevó hasta otra cumbre de la literatura española.
Y no lo dudó ni un instante. Se acercó a la biblioteca de su pueblo y fichó “Últimas tardes con Teresa” de Juan Marsé.
Ya había nacido su primera hija, Celia, y vivían en la Calle Doctor Fleming -antes Alférez Cortés-, y a la sombra del limonero lunero del patio, leía al magistral escritor catalán.
Las diferencias sociales entre los obreros y la alta burguesía de la España del momento, mezcladas con los sinsabores del primer amor hicieron sucumbir a nuestra lectora.
En la página 28 se escuchaba lo siguiente:
“Bailaron y se besaron en lo más húmedo y sombrío del jardín, inquietando a los pájaros, bajo un cielo rojizo que parecía palpitar entre las ramas de las acacias. El joven del Sur dejó de fingir, de repente las palabras de amor brotaban ardientes de sus labios, traspasadas, devoradas por la fiebre de la sinceridad: aun en las circunstacias en que por su temperamento intrigante y farolero se colocaba en el más alto grado de imprudencia, y por muy lejos que le llevaran su capacidad de mentira y su listeza, algo había en su corazón que le confería cierta curiosa concepción de sí mismo, su propio rango y su estatura espiritual, algo que le obligaba, en determinados momentos, a jugar limpio”.
*****
Una tarde del lejano año 2007, de vuelta del Colegio San Alberto Magno, donde ejercía como profesora de Ciencias Naturales, Irene se encontró en su buzón la revista del Circulo de Lectores. Y quedó enganchada a los comentarios sobre una novela histórica.
Y encargó, sin dudarlo, “La catedral del mar”, de Ildefonso Falcones.
Su lectura llenó el verano de vacaciones en la Sierra de Huelva, en el encantador Almonaster la Real, donde todos los años alquilaban una casa.
Aunque también echó en la maleta “Soldados de Salamina” de Javier Cercas y “El hereje” de Miguel Delibes, con el voluminoso ejemplar de Falcones entre las manos -669 páginas-, pasaba, cuando se lo permitían sus numerosas obligaciones, alguna tarde sentada en un banco de la placita del Bienteveo, con la Mezquita al fondo…
Sus páginas la transportaban a la dura Edad Media, al amor imposible, la construcción de una catedral, la Inquisición...
Líneas, párrafos, capítulos, que la llevaban al siglo XIV, como en la página 500:
-En marcha- ordenó Joan cuando hubo acomodado sus escasas pertenencias sobre una mula.
El dominico se despidió de aquel pueblo con la mirada, escuchando sus propias palabras, que todavía resonaban en la pequeña plaza; ese mismo día llegarían a otro, y a otro más. “Y la gente de todos ellos -pensó- me mirará y escuchará atemorizada. Y después se denunciarán entre ellos y saldrán a la luz sus pecados. Y yo tendré que investigarlos, tendré que interpretar sus movimientos, sus expresiones, sus silencios, sus sentimientos, para encontrar el pecado.
-Apresuraos, oficial. Deseo llegar antes del mediodía.”              
 ******                            
En el año 2020 -cuando comenzaba la unificación de España y Portugal-, se habían mudado a Palomares del Río, donde nació Antoñito, su segundo nieto.
Recomendado por su compañero y Director del Colegio, Cristóbal, cayó en las redes de “La sombra del viento” de Carlos Ruiz Zafón.
Irene viajará por los misterios de la literatura de la mano de personajes como Daniel, Bea, Tomás y Penélope, como -quizás-, nunca lo había hecho en su vida. 

La Dedicatoria de esta novela ya anuncia que nos encontramos ante una obra especial: “Para Joan Ramon Planas, que merecería algo mejor”. Pero es verdad que será muy difícil encontrar en la literatura española una primera página como la de este monumento a las letras:

“Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados. Desgranaban los primeros días del verano de 1945 y caminábamos por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derramaba sobre la Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre líquido.
– Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie -advirtió mi padre-. Ni a tu amigo Tomás. A nadie.
-¿Ni siquiera a mamá?- inquirí yo, a media voz.
Mi padre suspiró, amparado en aquella sonrisa triste que le perseguía como una sombra por la vida.
-Claro que sí -respondió cabizbajo-. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes contárselo todo.
Poco después de la guerra civil, un brote de cólera se había llevado a mi madre. La enterramos en Montjuich el día de mi cuarto cumpleaños. Sólo recuerdo que llovió todo el día y toda la noche, y que cuando le pregunté a mi padre si el cielo lloraba le faltó la voz para responderme.



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